
Me gustaría referirme al rey Salomón. Más concretamente, a la “LEYENDA DEL REY SALOMÓN”. Tomar de ella los conceptos sobresalientes para arrancar con una visión no tan común. Tratar, con su ayuda, de VER MÁS. Empezar a delinear un croquis que nos permitiera acceder a algunos caminos o senderos, una hoja de ruta que nos fuera guiando tímidamente en su recorrido, sin perder el Norte, sin carecer de brújula. Investigar y encontrar algunas salidas, sabiendo de antemano que las complejidades y complicaciones de la realidad no aceptan soluciones fáciles y, menos aún, simples. Que hay que esmerarse con fruición en desatar un enredo de dimensiones colosales; que es menester reparar la nave mientras navega sin encontrar puerto, afanarse entre el oleaje y la adversidad que ominosos nos acechan.
Comencemos la tarea propuesta.
Requeriré del auxilio de Jacob Needleman, profesor de filosofía de la Universidad de San Francisco, California, EE.UU. Desde luego, según su particular visión. Y la dividiré en dos partes:
PRIMERA PARTE
Salomón es un símbolo universal del reto al que se enfrenta todo hombre y mujer al vivir simultáneamente en dos mundos: el mundo interior del espíritu y el mundo exterior de la materia.
Es el rey sabio. Salomón representa una de esas huellas que muestran un arte e incluso, una ciencia de la vida, que nos enseñan como abrirnos a las fuerzas de la vida exterior aunque experimentando al mismo tiempo, dentro de nosotros, la energía que todo lo penetra y sostiene el universo.
Siempre y en todas partes, lo viejo lucha contra lo nuevo esforzándose en sofocar el verdadero sentido de la aventura humana. La seguridad lucha contra el riesgo; la piedad hace la guerra a la búsqueda interior; el moralismo lucha contra la conciencia; el tradicionalismo lo hace contra el existencialismo espiritual.
El rey Salomón lo prueba todo, pero sin dejarse devorar por lo que hace, con su Yo interior dedicado a la sabiduría. Saborea la gama entera de experiencias humanas para entender el verdadero sentido y propósito de la vida.
Dice Salomón, entre otras cosas: Amontoné plata y los tesoros de los reyes. Nunca negué a mis ojos nada de cuanto desearon, ni vedé a mi corazón el que gozase todo género de deleites.
Y agrega: volviendo la vista hacia todas las obras de mis manos, los trabajos en que tan inútilmente me había afanado, vi que todo era VANIDAD (en vano) y esforzarse tras el viento, ya que nada hay estable en este mundo. Las cosas que deseamos -objetos materiales, placeres físicos y psicológicos- no producen felicidad. Pero, el estudio de la vida nos libera del sueño. La libertad es el estudio de la esclavitud. La felicidad es el estudio del dolor y del falso placer. Y ésta, sin duda, es una actitud revolucionaria. Todo lo demás que hay bajo el sol es VANIDAD (“Vanidad de las vanidades, y todo vanidad”).
El Antiguo Testamento dice que, después de que la corona de Israel pasara a Salomón, Dios se le apareció y le ofreció concederle cualquier cosa que deseara. Se nos cuenta que Salomón pidió una sola cosa. Pidió UN CORAZÓN COMPRENSIVO. Y Dios dijo a Salomón: “Por cuanto has hecho esa petición y no has pedido para ti larga vida, ni riquezas, ni muerte de tus enemigos, sino que has pedido SABIDURÍA PARA DISCERNIR LO JUSTO. Sábete que yo he otorgado tu súplica dándote un corazón sabio y comprensivo. Pero, aun lo que no has pedido te lo doy también: riquezas y glorias (tales que no habrá ningún rey que te iguale). Y si tú siguieres mis caminos y observares mis preceptos y mis leyes, conforme como lo hizo tu padre David, te concederé también larga vida”.
Para subir al trono, Salomón tenía que escalar varios peldaños: 1º) Primero, pasando entre el león y el buey, es decir, las fuerzas activas y pasivas del cosmos; 2º) En el segundo escalón, entre el cordero y el lobo, símbolos del corazón puro y las pasiones devoradoras; 3º) Luego, entre la cabra y el leopardo, emblemas de la abnegación y la agresividad; 4º) Después, entre el águila y el pavo real, que significan el esfuerzo por alcanzar la trascendencia y la vanidad terrenal del ego; 5º) A continuación, entre el halcón y el gallo, que representan la obediencia a lo superior y la satisfacción de la avidez; 6º) En seguida, entre el gavilán y el gorrión, que encarnan el coraje y la timidez. Para, así, llegar a la cúspide del trono, en la que se encuentra una paloma -labrada en oro- venciendo a un halcón. La paloma es el gran distintivo de la fuerza que reconcilia las energías primarias opuestas dentro del ser y su vida.
Pero, el trono de Salomón no era sólo una estructura imponente pero inmóvil. Por el contrario, tenía mecanismos extraordinarios que se ponían automáticamente en movimiento cuando el rey sabio ponía su pie en el primer escalón. Las referidas criaturas de cada peldaño le guiaban hasta la grada siguiente. Era algo que indicaba que estaban actuando leyes infalibles.
Y había más: En cada escalón se alzaba un heraldo, cuya tarea era recordarle a Salomón la ley de los reyes. El primero, en el primer peldaño, le decía: “El rey no multiplicará sus esposas”. El segundo: “No multiplicará sus caballos”. El tercero: “Ni multiplicará demasiado la plata y el oro en su provecho”. Y el último, el 7º, antes de ocupar su puesto: “¡Ten presente ante quién estás”!
¿Qué resulta de esto, cómo interpretarlo?: -Que los impulsos espirituales y materiales del ser humano son profundamente opuestos entre sí; y que, sin embargo, deben coexistir en armonía. Y representa la paradoja de la vida humana. Entonces, ¿qué podemos hacer para que tenga lugar esa reconciliación? ¿Cómo reconciliar al “león” y al “buey”, al “lobo” y al “cordero”, a “Dios” con “Mamón” (el dios de las riquezas)?
Y surge, con claridad, que se ha perdido la tradición espiritual y de confianza en los antiguos principios de la ética y las normas de la conciencia. Puede deducirse que mucho ayudó el materialismo y el cambio tecnológico para saciar en la naturaleza inferior una sociedad sin brújula y en la que las antiguas huellas de sentimientos superiores desaparecen. Y la respuesta, entonces, es que podremos encontrar el camino de armonía únicamente pensando juntos, a través de una investigación seria, que podría alcanzar un entendimiento nuevo. La comunicación, reflexión y el debate es la verdadera forma de arte de nuestra época.
Baste, por ahora, en esta primera parte, decir que el ser humano, aparentemente, es tentado -tal vez, invitado- a caer. Y ¿quién lo invita? Parece que el propio Dios. Y, por medio de esa caída, se le ofrece cierta lucha definitiva. Si se rehúsa, muere. Si la acepta, se abre un destino tan glorioso que -como algunas veces se ha dicho- incluso los ángeles del cielo se inclinarán ante él.-
SEGUNDA PARTE
En Salomón ocurre algo distinto. Inaudito. Casi inadmisible. Las cualidades que otros héroes consiguen sólo después de volver a ascender tras su caída, Salomón ya las tenía. Sabiduría, prudencia y magnanimidad incomparables ya estaban en él, casi desde el principio.
Entonces, ¿Cómo podía un hombre de tales características anhelar las cosas del mundo? ¿Cómo podía multiplicar sus esposas y concubinas cuyo número ascendía a un millar? Hasta el punto que Dios envió un castigo que arruinó totalmente el poder de Salomón. ¿Qué nos revela su historia sobre el significado del camino en la vida, la lucha específica que se exige de nosotros si vamos a ascender, peldaño a peldaño, hasta el trono que nos ha sido asignado, subiendo escalón tras escalón, entre el león y el buey; el cordero y el lobo; el águila y el pavo real?…
¿De dónde vendrá la respuesta?
-Tal vez de las leyendas. En ellas vemos como Salomón se debatió entre las tinieblas y la luz. Las leyendas nos informan sobre la lucha necesaria para ser capaces de recibir el don que se nos ofrece a los seres humanos.
Y ¿cómo fue la lucha? ¿Contra quién o contra qué lucho Salomón? Nada menos que contra el mismo rey de los demonios: el temible gobernante del mundo inferior: Asmodeo (o Satán, o el Diablo, o Lucifer, o Iblis, o el Artero, o el Innombrable, o cualquiera sea el nombre para denominar a este “Ángel caído”), cuya enemistad está dirigida hacia el ego profundo, la mentira recóndita que está en la raíz de otras mil mentiras e ilusiones, que devoran la energía de la conciencia humana. La tarea del rey de los demonios es destruir la ilusión de bondad y moralidad. Este es el secreto que el Diablo comparte con Dios. Y, según se dice -en lo más escondido de todas las grandes enseñanzas de la historia- sirve a Dios con inquebrantable amor y devoción.
¿Por qué se puede llegar a esa conclusión?
Veamos: La leyenda empieza cuando Salomón construye el gran templo que Dios le había encomendado. Pero no puede quebrar las piedras, pues tiene prohibido por la ley mosaica emplear metal para cortar las piedras. Entonces, reúne a los ancianos para recibir su consejo. Y estos le dicen que, en alguna parte del mundo, hay una criatura maravillosa llamada Schamir, más pequeño que un grano de cebada, que tiene el poder con el toque más leve de atravesar las piedras más duras. –“¿Dónde se encuentra?”, pregunta Salomón. Y los ancianos responden –“No lo sabemos, convoca a los demonios y pregúntales”. El rey reunió a todos sus demonios y les preguntó: – “Dónde está el Schamir?”. Eran los demonios que servían a Salomón, a quienes había comprendido, vencido y dominado, las fuerzas oscuras del ser humano. Y éstas responden: -“Nosotros tampoco sabemos pero, quizá, Asmodeo, nuestro rey, lo sepa”.
Y así, sabiendo que reside en las montañas de las tinieblas -según le informaron- y que allí tiene un pozo de agua tapado con una gran piedra y sellado, concibe un plan. Llama a su sirviente de más confianza y le da la misión de ir a las montañas de las tinieblas y buscar, en la ausencia de Asmodeo, su pozo y poner vino en él.
El sirviente obedece. Y, cuando Asmodeo regresa, estalla de ira al encontrar vino en el pozo. Conoce muy bien su poder para nublar la mente, pero la sed lo vence. Bebe y cae en un letargo. El sirviente, provisto de cadenas y también con el anillo mágico que tiene el sello de Salomón, somete al gran jefe de los demonios y lo lleva a presencia del rey.
-“¿Por qué?, pregunta Asmodeo. ¿Por qué me has sojuzgado? ¿Por qué me has cubierto de cadenas? ¿No tenías bastante con ser rey y gobernar sobre todo lo demás de este mundo?
-“Es por voluntad de Dios, y sólo por su voluntad, por lo que te he traído aquí”, responde Salomón. -“Necesito lo que sólo tú sabes y tienes en tus dominios, necesito el Schamir para cortar las piedras para el templo de Dios. ¿Dónde puedo encontrarlo?”
-“El Schamir no está conmigo”, dice Asmodeo. “-Ha sido confiado a Raab, gobernante de las aguas y los mares; quién, a su vez, lo ha entregado a la entereza del más digno de los pájaros: la abubilla. Y tú, gran rey, debes saber cómo se ha ordenado a la abubilla emplear el Schamir”.
-“¡Habla!”, le ordena Salomón.
-“La tarea de la abubilla –explica Asmodeo- es atacar con el Schamir las rocas, que se abren bajo su acción y, después, traer en su pico semillas de toda clase y dejarlas caer en las nuevas aberturas de las rocas. Poco a poco las estériles rocas se hacen fértiles y se llenan de vida. El Schamir es la fuerza que permite a la vida florecer donde hasta entonces no podía.”
-“Por el templo de Dios” –dice Salomón- “encontraremos esa abubilla y tomaremos el Schamir”. Y así sucede. Encuentran su nido y lo cubren con cristal. Cuando la abubilla regresa y no puede alimentar a sus polluelos, trae el Schamir para cortar el cristal. Los cazadores le lanzan una piedra. El Schamir se le cae, lo recogen y lo llevan ante Salomón. Y así se construye el templo.
Pero, también hay otras cosas a tener en cuenta. La abubilla sintió que había defraudado la confianza depositada en ella y, presa de remordimiento, se quitó la vida.
Aparentemente, habría una infracción. ¿Qué significa el suicidio? ¿Por qué Salomón debe recurrir al jefe de los demonios para poder construir el templo de Dios? Y ¿Por qué Asmodeo debía seguir encadenado si ya el Schamir había hecho su trabajo? Se lo pregunta a Salomón: -“Si era sólo por la voluntad de Dios, ¿por qué sigo aquí? Déjame ser libre y hacer mi propio cometido, que ha sido ordenado desde Arriba como el tuyo”.
Por encima de todo, Salomón desea comprensión y sabiduría. Y esto se consigue de una única manera: mediante una experiencia de calidad excepcional, mediante un compromiso extraordinario con todas las fuerzas de la vida.
Y, en consecuencia, intenta aprender del mismo Diablo… “Dime, le pide Salomón, ¿Cuál es la naturaleza de tu poder? ¿Cómo es que gobiernas tan poderosamente sobre la humanidad?
-“Libérame”, responde Asmodeo, “y déjame tu anillo de sello por un momento y te mostraré el secreto de mi poder”.
Salomón asume el riesgo. Libera a Asmodeo y le entrega el anillo sagrado. Inmediatamente éste alcanza un tamaño descomunal: una de sus alas toca la tierra, mientras la otra roza los dominios más altos del cielo. Con sus alas tocando cada uno de los dos mundos, el jefe de los demonios traga a Salomón y lo escupe con tal fuerza que lo lanza hasta un lejano y extraño país. Y al anillo, que lleva el sagrado nombre de Dios, lo arroja en la inmensidad del océano.
Después de hacerlo, entra furtivamente en los aposentos del rey, se pone las prendas reales y se ciñe la corona. Y allí… ¡transforma su rostro en el de Salomón, se sienta en el trono y juzga al pueblo! Y, según cuenta la leyenda, ninguno supo que el que gobernaba era Asmodeo.
Éste es el secreto del poder del jefe de los demonios: su habilidad para asumir el semblante y la función del verdadero gobernante, ¡el verdadero Yo interior! El primer demonio, la primera debilidad del ser humano, es el falso sentido del Yo.
Después de su viaje involuntario, Salomón vuelve en sí en una tierra extraña. No sabe dónde está ni que está haciendo. Esta hambriento, sediento y aturdido. Y llora, quejándose a Dios, expresando: “Has apartado de mí Tu misericordia y Te has llevado mi herencia”.
Agotado, duerme. Se dice que tuvo tres sueños. En el primero, montañas de plata y oro vomitan sangre sobre él. En el segundo, carros tirados por caballos numerosos e innumerables eran tragados por la tierra. Y en el tercero, la gran multitud de sus esposas y concubinas bailan alrededor de él y de desvanecen en el aire. Despierta temblando. Y ahí comprende que Dios había pasado revista a sus pecados: su apego por la riqueza, por el poder y por las mujeres.
La pregunta es: ¿Quién era el rey cuando gobernaba Salomón? ¿Quién es el rey cuando gobierna Asmodeo? ¿Quién vive nuestras vidas cuando estamos entregados a nuestros apetitos y cuando ni siguiera la sabiduría de Dios, aunque la deseemos con toda sinceridad, puede liberarnos? Yo no soy el rey de mi propia vida ni de mi propio Yo. Entonces, ¿cómo debo vivir, que debo experimentar para recobrar la herencia destinada al alma humana?
La leyenda sigue con Salomón vagando por esa tierra extraña, de aldea en aldea, de casa en casa, con sus ropas convertidas en harapos. Día tras día, proclama ante cualquiera que se pare a mirarlo: -“¡Soy Salomón, el que fue rey de Jerusalén!” Se le toma por loco. Los niños se burlan de él y le tiran piedras.
Continúa la historia en el momento que compuso esos versos tan extrañamente conmovedores que conocemos con el nombre del Libro de Eclesiastés. La visión de un hombre que ha visto -más allá de todo- lo que la vida humana corriente puede ofrecer, que ha comprendido que la vida sin su propio y verdadero YO no tiene ningún sentido, que el amor y el favor de Dios o la energía divina no puede penetrar en los rincones y vericuetos de la vida humana a menos que haya un verdadero y pleno YO SOY ante uno mismo. La cuestión es que la influencia de Dios, lo que está “por encima del sol”, no puede penetrar en la vida humana si no es por medio de la presencia consciente del ser humano despierto, el rey verdadero. Es el resultado de comprender que la vida humana sólo tiene sentido cuando hay un YO SOY en presencia de uno.
La leyenda repasa los años que vivió en el exilio, sus privaciones y humillaciones. Pero, al igual que en los cuentos de hadas de nuestra infancia, se enamora de una princesa, Naamah, quien milagrosamente corresponde a su amor. El padre de la princesa -el rey- destierra a ambos. Y juntos deben vivir una pobreza vergonzosa en un desierto estéril. Al llegar a este punto, Salomón ha sido rebajado en todos los aspectos, es decir, ha experimentado su insignificancia.
Después de tres años de destierro –y el número tres siempre indica un proceso que se ha completado– él y su esposa han llegado al borde de la inanición. Buscando comida, vaga hasta muy lejos y descubre un lugar junto al mar en que unos pescadores están recogiendo sus redes. Con su última moneda compra un pescado y lo lleva a Naamah. Ella se pone a prepararlo, le abre el vientre y grita a Salomón: “¡Ven, mira lo que he encontrado!” Corre hacia ella y allí, en la tripa del pez…”¡¡¡está el anillo sagrado que Asmodeo había lanzado a las profundidades del océano!!!
Y es ahí, donde Salomón se coloca en el dedo el anillo con el sagrado nombre de Dios. De pronto, se yergue en toda su pasada majestuosidad. Una vez más, es el rey Salomón.
Naamah observa con asombro como cae de rodillas y eleva una plegaria de acción de gracias. Ahora puede recibir, dentro de sí, la majestad que antes no había penetrado en su ser. Los años en que se vio lejos de la gracia de Dios, han dejado huella en su naturaleza y le han conducido a esa auténtica majestad del hombre en la que el propio YO SOY del individuo se convierte en una partícula consciente de EL QUE ES de la Creación.
Igual que cuando Odiseo regresa a Itaca, Salomón vuelve a Jerusalén vestido como un mendigo. Gradualmente, la gente de Jerusalén y los rabinos del Consejo de ancianos le van reconociendo y se dan cuanta de a quién han servido. Salomón irrumpe en el palacio y se enfrenta a Asmodeo, el jefe de los demonios, que ha asumido el propio rostro y la función como rey Salomón.
La leyenda nos explica, sin adornos de ninguna clase, que Salomón mostró a Asmodeo el anillo sagrado y que éste huyo al instante, dejando el trono a su legítimo ocupante. No hay ninguna lucha encarnizada, no se cruzan palabras entre ellos, no se establece ninguna competencia. El falso YO simplemente se desvanece, al instante y sin la más mínima oposición, cuando se enfrenta cara a cara con el YO verdadero. La competencia, la lucha ya ha tenido lugar a lo largo de los años. Pero ahora, con el verdadero YO totalmente despierto, el falso Yo pierde inmediatamente su poder. Nuestro empeño, debe ser despertar a ese YO VERDADERO. Triunfará sin necesidad de ninguna lucha por nuestra parte. Hay victoria sin violencia, instantánea y completa, cuando el YO SOY está en nuestra presencia.
Pero, la leyenda no se detiene ahí. Concluye haciéndonos ver que, después de ocupar su puesto legítimo en el trono, el rey Salomón siguió temeroso del poder de Asmodeo, su principal debilidad. Desde entonces y en adelante, Salomón tenía todas las noches una guardia formada por sus guerreros más poderosos para resguardarse de Asmodeo mientras dormía.
Ningún ser humano puede asumir que nunca va a ser vencido por su propia debilidad, no importa cuanta gloria interior haya alcanzado. No importa quiénes o qué seamos, debemos estar siempre en guardia, alertas. Nos dormiremos, está en nuestra naturaleza. No estaremos siempre totalmente presentes. Y así termina esta leyenda: LA LEYENDA DEL REY SALOMÓN.
Espero que la aventura en la que estamos metidos (nada menos que la aventura del pensamiento, el ser y la vida) atraiga a mis posible y eventuales lectores. Y, especial y humildemente, me agradaría íntimamente que les haya gustado. Para mí es muy importante el mensaje implícito en ella, que ha tenido y sigue teniendo una gran trascendencia en mi vida personal.-