11 octubre, 2025
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31/08/2025 – Esc. Eduardo Gastón Mones Ruiz

La Argentina de hoy vive atrapada en una triple condición que define su presente: incertidumbre, confusión y oscuridad. No se trata solo de una crisis económica o institucional, sino de una experiencia existencial que desorienta al pueblo, lo sume en la duda y lo priva de horizontes. Esta realidad, alimentada por una contracultura antidemocrática que está desmantelando los valores esenciales de la convivencia y amenaza con erosionar el alma misma de la Nación.

Como advirtió Juan Domingo Perón: “Algunos creen que un Pueblo se conduce mejor cuando más ignorante sea”.  Hoy, esa advertencia resuena con fuerza, porque la mayor traición a un pueblo no es solo empobrecerlo, sino confundirlo y condenarlo a la oscuridad.

La sociedad argentina enfrenta una lluvia de golpes imposible de procesar, como un boxeador castigado al borde del nocaut. Las noticias se contradicen a diario: anuncios económicos que se desvanecen en horas, promesas de unidad seguidas de acciones que dividen, medidas que cambian de un día para otro. Esta avalancha de información y medidas contradictorias y exasperantes no permite desenredar el ovillo ni descifrar la realidad. El resultado es un pueblo aturdido, mareado, confundido en tiempo y espacio, sin elementos para decidir con claridad.

La confusión no es un accidente; es una herramienta de dominación. En este estado, el razonamiento cede al instinto de conservación, como una estampida de animales que huyen del peligro sin saber a dónde van. Cuando el pueblo no puede distinguir entre la verdad y la mentira, entre la sinceridad y el cinismo, se vuelve vulnerable, manipulable, imposibilitado de pensar con lucidez. La política, en lugar de aclarar, fomenta la cerrazón, y los líderes, en vez de guiar, aprovechan el caos para imponer su voluntad e intereses.

La incertidumbre se ha convertido en el pan de cada día. Vivir en la Argentina actual es como caminar sobre hielo delgado: nunca se sabe si el próximo paso será seguro. El salario pierde valor cada semana, los comercios temen el cierre, los jubilados dudan si podrán comprar sus medicamentos o comer, y las familias viven pendientes de si les alcanzará para lo básico. Planificar es imposible; el ahorro se esfuma, el crédito desaparece, el futuro se diluye.

Esta inestabilidad corroe la confianza y fomenta el individualismo, no por egoísmo, sino por supervivencia. Cada uno protege su pequeño espacio en un mundo que parece un campo minado. El escepticismo se propaga como una pandemia, y la resignación reemplaza la esperanza. Sin estabilidad, no hay sueños. Sin confianza, no hay comunidad. Y sin comunidad, no hay Nación.

La oscuridad es el estado más grave. No es solo la pobreza o la inflación: es la pérdida de la luz, de las ilusiones, de las utopías. La Argentina vive sin horizontes claros. El entusiasmo se apaga, los proyectos colectivos se desvanecen, y el agotamiento se hace carne. La ira, el odio y la crueldad reemplazan al diálogo. El insulto sustituye al argumento. La grieta se ensancha, convirtiendo a los compatriotas en enemigos. Todo se apaga, y las sombras invaden todo.

El pueblo argentino, alguna vez alegre y solidario, se ve reducido a sobrevivir sin causas, sin gloria, sin objetivos, sin esperanza. La ausencia de utopías no es solo una pérdida de imaginación: es la muerte del espíritu colectivo, la condena a languidecer en la decadencia.

El fenómeno más alarmante es la consolidación de una contracultura antidemocrática, un término que, como señala el pensador Mario Riorda, describe con precisión el giro cultural que atraviesa el país.

La cultura democrática, que alguna vez dimos por sentada, como presupuestos, se basa en principios fundamentales:

  • Tolerancia y diálogo, no imposición ni anulación del otro.
  • Pluralismo y diversidad, como riqueza, no como amenaza.
  • Estado de derecho, donde todos estén sujetos a la ley.
  • Equilibrio de poderes, para evitar la dominación de unos sobre otros.
  • Respeto por los derechos humanos, todos, sin excepciones ni reservas.
  • Transparencia y rendición de cuentas, porque el poder debe explicarse.
  • Participación ciudadana, como fuente de legitimidad, no como ritual electoral.

Hoy, estos valores están en declive. El diálogo es despreciado, la disidencia criminalizada, la información manipulada. Los controles se debilitan, las instituciones son desacreditadas, y la participación se desincentiva salvo cuando valida decisiones ya tomadas. Esta contracultura reemplaza la democracia con una lógica de confrontación, verdad única y poder concentrado, vaciandola de su esencia.

La confusión, la incertidumbre y la oscuridad no son un destino inevitable. Son el resultado de decisiones y prácticas políticas egoístas, dañinas, perversas. No obstante, la Argentina conserva la fuerza como Pueblo: en cada barrio, en cada familia, late aún la convicción de que nadie se salva solo. La comunidad organizada es la clave para transformar la confusión en claridad, la incertidumbre en previsión y la oscuridad en esperanza.

El camino pasa por recuperar el pensamiento crítico, exigir transparencia y reconstruir la confianza. La democracia no es solo un sistema: es una cultura que debe ser defendida con serenidad, sensatez y firmeza. Serenidad para no caer en el ruido del odio y los insultos. Sensatez para elegir el camino que construye. Firmeza para demandar a la dirigencia que cumpla con su deber de servir al pueblo y con la consiguiente rendición de cuentas.

La Argentina necesita claridad, esperanza y un proyecto colectivo. Un pueblo consciente y unido es invencible. La luz aún puede volver, pero solo si dejamos de aceptar la oscuridad como inevitable y recordamos quiénes somos y qué queremos ser.